Tatarabuelos en Pino del Río
Cinco generaciones vivas figuran en el libro de Sinesio Vega y Lupicinia Ruiz
JOSE CARLOS DIEZ / GUARDO
Sinesio Vega Gutiérrez y Lupicinia Ruiz Treceño se han convertido a sus 87 y 86 años en tatarabuelos en la provincia, y es que cuentan en su libro de familia con cinco generaciones vivas. Nacido en una familia humilde, a Sinesio no le gusta mucho hablar de su vida «porque si hablase de mi vida, podría pasarme días y días y llenaría varios cuadernos», explica sonriendo, aunque finalmente comienza a hablar.
Con una infancia dura, tuvo que vivir la etapa de la Guerra Civil cuando tan solo tenía 11 años. Comenzó su vida laboral trabajando como pinche en la construcción de la carretera de Pino del Río, su pueblo natal, donde cobraba cuatro pesetas diarias. «Los obreros cobraban cinco pesetas el día y por aquel entonces corría la moneda en el pueblo», recuerda el tatarabuelo. Una vez concluida, Sinesio tuvo que emigrar y así llegó a Motril (Granada), donde tuvo que segar la mies. «Trabajábamos de sol a sol y por dos veces me quedé a dormir en el campo, de lo cansado que estaba», recuerda Sinesio.
A los 20 años, una joven de 19 le llenó el corazón. Lupicinia Ruiz Treceño contrajo matrimonio con él en 1945. Con ella tuvo once hijos –Angelines, Milagros, Juventino, Pedro Mari, Miguel Ángel, Nieves, Carlos, Domingo, Fernando, Ana María y María del Carmen–, que les han dado 17 nietos, cuatro biznietos y un tataranieto.
Durante cuatro años vivieron en casa de los padres de Sinesio, que les mantenían a él, a su mujer y a su hija. Para ganarse la vida, Sinesio comenzó a vivir del estraperlo. No era legal ni estaba bien visto por muchos, pero cierto es que le dio para vivir bien. «Recuerdo algún día de cobrar hasta 36 duros (180 pesetas)», recuerda. Como no era legal, todo lo que vendían debía ser cargado y transportado por la noche. «No dormíamos para poder cargar las caballerías», apunta nostálgico, y señala que «cuando se acabó el estraperlo, recibí un disgusto de la caraba». Finalizado este negocio y, con varios hijos a los que sacar adelante, Sinesio se dedicó a la compraventa de patatas. Además, la solidaridad de la gente, hizo que pudiera disponer de su propia casa. «Venían todos los mozos a ayudarme con la construcción y la mujer les daba de cenar», explica Sinesio, que asegura que «ahora hay mucha soberbia, la gente es demasiado individualista y solo miran para ellos».
A los 39 años tuvo que emigrar a Alemania, ya que «Francisco Escudero, con el que yo hacía muchos negocios, se arruinó y me pegó un sablazo de 375.000 pesetas de las de aquellos años». Allí, este palentino estuvo trabajando en una fábrica de bicicletas. No estaba a disgusto, «pero no pude llevarme a mi mujer, mis ocho hijos por entonces y un nieto, por lo que me volví». «Me cansaba de estar solo», explica Sinesio, que recuerda aquella época con tristeza por haber tenido que dejar en Pino a su familia.
«Me he dedicado a la agricultura, al bar y a las patatas, y ya se sabe que hombre de muchos oficios, pobre seguro», comenta, aunque nadie puede quitarle que su bar, el bar Sinesio de Pino del Río fuera uno de los mejores de la zona, ya que contaba hasta con sala de baile. «Poníamos a nuestra hija Milagros a cobrar entrada hasta que ganábamos para pagar la música del baile», señala. Sinesio estuvo a punto de comprar el Jay de Guardo cuando la villa minera comenzaba su auge, por un importe de 150.000 pesetas. Además, también compró algunas parcelas en las ampliaciones de Guardo, a un precio de 12.000 pesetas, que terminó vendiendo por 60.000 pesetas.
Después de su regreso, la familia se ha mantenido más o menos unida, a pesar de que tenga a sus hijos y nietos repartidos por Saldaña, Pino, Villalba, Calzadilla, Palencia, Madrid o Zaragoza. «Para el cumpleaños de Sinesio éramos 42 aquí», explica Lupicinia.
Precisamente la rama que vive en Zaragoza es la que les ha hecho convertirse en alguien especial en la provincia, siendo los únicos tatarabuelos del territorio palentino. Angelines, hija de Sinesio y Lupicinia, les dio a Javier como nieto, que a su vez crió a Natalia para que esta les diese su regalo más especial, Iker, un tataranieto en la provincia de Palencia.